“Hidalgo no conoce la alternancia ni la conocerá”, dijo Julio Valera en su discurso de toma de protesta, como dirigente del Partido Revolucionario Institucional.
Sin embargo, que haya gobernado el PRI por casi 90 años poco tiene que ver con los resultados de gobiernos, sino más bien que construyó un sistema en el cual respaldar su poder, marcado por el autoritarismo, la escasa participación ciudadana, la falta de articulación de la oposición, la presencia de cacicazgos de larga trayectoria que dominaron la vida pública asentados en la pobreza, la marginación y el atraso.
A partir de esta idea, la alternancia, como ocurrió en las elecciones presidenciales en el año 2000 y en la mayoría de elecciones locales en otros estados, es el resultado de largos procesos de incubación. Y entonces la oposición aparece fuerte, porque canaliza el fastidio ciudadano, no necesariamente porque ofrezca una alternativa política.
De ahí que se explica porque en 2005 llegará la alternancia a Guerrero de manos del PRD, con un empresario que no era ni simpatizante ni militante siquiera del partido, como Zeferino Torreblanca, y que el PAN se llevará el triunfo San Luis Potosí en 2003, a pesar de la confrontación de sus aspirantes.
En la mayoría de estados, el cambio de partido resulto natural, porque el PRI y sus gobernadores colmaron la paciencia y la tolerancia de las y los electores, tal como lo señala Orlando Espinosa Santiago, en su libro “La alternancia política de las gubernaturas en México”.
El camino a la alternancia que inicio en 1981 en Tlahuelilpan cuando el PARM se impuso al PRI, luego en el Congreso Local cuando se perdió la mayoría en 2018, y que hoy está más más que nunca es cerca de concretarse, a pesar de la propia división del partido opositor, y se debe principalmente a que se trata de un proceso que lleva décadas en incubación que se beneficia de una coyuntura nacional. Pero como cualquier elección competitiva, la última palabra la tienen las y los ciudadanos en las urnas