La última década del siglo XX estuvo precedida por un acontecimiento histórico de alcances mundiales. La caída del bloque socialista que se produjo en 1989, en el bicentenario de la Revolución Francesa, que marca el fin de una lucha entre dos sistemas que se habían enfrentado durante mucho tiempo, armados hasta los dientes, disputándose la hegemonía sobre la sociedad mundial con recursos culturales, económicos y militares.
El fin de este conflicto marcó sin duda un giro decisivo en la historia y aceleró el proceso de globalización y neoliberalismo y las nuevas condiciones que imponen: economía de mercado e industrialización, democracia y una marcada secularización en la sociedad.
Ciertamente la economía de mercado ha contribuido enormemente a incrementar el bienestar social, pero al mismo tiempo han afectado a aquellos países subdesarrollados, que no han tenido la capacidad de adaptarse e inyectar dinamismo a su actividad económica, para hacer frente a las potencias capitalistas.
Esto es así porque con la globalización de la economía, la tecnología, las comunicaciones y los sistemas de transporte también se internacionalizan problemas como la criminalidad, el narcotráfico y el desempleo.
Contrariamente a los principios del neoliberalismo que postulan el libre mercado, la democracia y la libertad individual, no siempre traen los beneficios esperados en distribución de la riqueza, combate la pobreza, mientras que el avance en los procesos de democratización es lento.
En vez de ello, los resultados se muestran en los conflictos sociales y políticos con serias implicaciones para la gobernabilidad y violaciones sistemáticas de los derechos humanos.
Por lo que es relevante la reflexión acerca de las transformaciones de la sociedad que hagan posible una inserción equitativa, justa y equilibrada a los procesos de globalización así como a las exigencias que impone la sociedad del conocimiento, pero especialmente la sociedad del riesgo