Desde hace años venimos escuchando en México un señalamiento fuerte y directo. Lo anterior, para referirse a los lamentables acontecimientos relacionados con la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa.
Esos hechos ocurridos hace ocho años, no dejan de ensombrecer el escenario político nacional. Porque la complicidad de las autoridades deja entrever que efectivamente la policía local, el munícipe de Iguala, el ejército, el gobernador de Guerrero y otros más, encubrieron la verdad.
Por tanto, este caso además de sus lamentables consecuencias, refleja de rostro entero la podredumbre del sistema político y social en donde grupos del narcotráfico son capaces de secuestrar un camión lleno de estudiantes y hacer su propia voluntad.
Aquí la fuerza del Estado no sólo fue nula sino fue cómplice de una medida fuera de toda lógica. Se desaparecieron a los estudiantes sin medir las consecuencias y las reacciones sociales que esto provocaría.
Este caso ha dejado en la cárcel a una larga lista de personas involucradas en este crimen. Pero quizá el sector menos vulnerado, sean las fuerzas armadas. Los uniformados habían permanecido al margen de los señalamientos más severos. Pero al cabo de unos años, el ejército tiene que dar muchas explicaciones.
Es cierto que hay algunos miembros del Ejército mexicano procesados, pero hasta la fecha la opacidad en esta institución deja muchos cabos sueltos. Es más, los mandos se niegan a proporcionar toda la información de inteligencia sobre el tema.
Lo que hoy sabemos es que a través de intervenciones telefónicas, el Ejército tuvo conocimiento de los pasos de los jóvenes la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, en la que fueron vistos por última vez en Iguala, Guerrero y tampoco dieron aviso a las autoridades correspondientes.
Otra de las novedades es que la justicia mexicana ordenó el mes pasado la detención de más de 80 personas involucradas en el caso. Quizá la más mediática fue la del ex procurador Jesús Murillo Karam y tres militares.
Esto último tiene una repercusión muy particular en el estado de Hidalgo. Porque en Pachuca, muy en particular, en la máxima casa de estudios de la entidad, un auditorio lleva el nombre del también ex gobernador.
Esto fue motivo suficiente para que un grupo de estudiantes –consecuentes con sus compañeros desaparecidos hace 8 años–, pidieran a las autoridades universitarias cambiar el nombre del auditorio que rinde homenaje al también conocido como fabricante de la “verdad histórica”.
Utilizando el mismo razonamiento, valdría la pena retirar el mote de la torre de posgrado de la misma casa de estudios. Porque ese nuevo inmueble fue bautizado con el nombre de Gerardo Sosa Castelán.
Este último, ahora en arresto domiciliario por no poder comprobar varios cientos de millones de pesos que estaban en paraísos fiscales, se plasma en un magno edificio que debería ser ejemplo de dedicación, estudio, integridad y honestidad; valores que parecen distantes de la figura antes mencionada.