En 1989, se formó el partido de la Revolución Democrática de la mano de Cuauhtémoc Cárdenas y otros liderazgos nacionales, desde ese entonces el partido del sol azteca marcó un nuevo rumbo en la vida del país.
Su origen fue, primordialmente, el de un partido antisistema. Es decir, se opuso a toda la administración de Carlos Salinas (1988-1994) y las posteriores. Teniendo un buen discurso de justicia social, distribución equitativa del ingreso, gratuidad en la educación en todos los niveles educativos, dignificar el salario mínimo, en fin.
Sus causas fueron albergadas por millones de mexicanos teniendo como consecuencia ser el primer partido de oposición que ganó la Ciudad de México en 1997. En ese mismo año, esa fuerza política y el PAN, le arrebataron la mayoría legislativa al PRI en la Cámara de Diputados.
En suma, este partido vino a oxigenar al sistema electoral, siendo un competidor fuerte en un escenario de partido dominante (PRI). Aunque su presencia nunca fue nacional. Era claro que los “amarillos” tenían bastiones políticos muy importantes (CDMX, Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Zacatecas, Tlaxcala y Baja California), estados en donde conformaron gobiernos.
Con aquella presencia política, algo pasó que le impidió su consolidación. Hay quienes aseguran que su cargada personificación fue un obstáculo para la creación de nuevos liderazgos. Es decir, al partido del sol azteca lo presidió Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Andrés Manuel López Obrador, entre otros; quienes no pudieron impulsar a una nueva generación de políticos que tomaran las riendas del partido.
Aunado a lo anterior, su característica fragmentación cobró altas facturas. Sus grupos internos (también llamadas tribus), se convirtieron en una especie de enfermedad incurable. Desde sus primeros días, la confrontación al interior era más compleja y pasional que la lucha electoral con sus adversarios.
Estas luchas encarnadas dejaron heridas profundas. Por ejemplo, cuando se elegía a la dirigencia nacional, los conflictos subían de tono al punto de dejar descabezado al partido, con presidentes interinos, liderazgos desgastados y sin representación, en fin.
Por último, los gobiernos del PRD no marcaron grandes diferencias. En el ejercicio cotidiano del poder, los perredistas continuaron con los mismos vicios, prácticas y costumbres de quienes en teoría criticaban.
Todos los elementos anteriores tuvieron qué ver en el declive del PRD. Supieron ser una excelente oposición pero no encabezaron buenos gobiernos (con excepción de la CDMX), vivieron en eterno conflicto interno, no consolidaron liderazgos nuevos a nivel nacional, entre otros.
Una vez que López Obrador decide salir de sus filas y formar Morena, el golpe ideológico fue casi mortal. Los pocos que se quedaron tuvieron como principio mantener las prerrogativas, vivir del recuerdo y atrincherarse en los pocos espacios de poder.
De esta manera, su pérdida de registro y desaparición del entorno nacional, ya se veía venir. A esto último, hay que sumar sus últimas “estrategias de sobrevivencia”, aliándose con sus dos anteriores adversarios, PAN y PRI. Esta metamorfosis fue antinatura y reflejó su verdadera esencia de partido coyuntural que nació, vivió y murió preso de sus propios errores.