En el argot político está tomando fuerza una discusión de fondo; se trata de los efectos jurídicos, parlamentarios y electorales de tener una marea guinda en los órganos de representación y con ello, la mayoría necesaria para modificar la constitución.

La ingeniería institucional (como diría Giovanni Sartori), está diseñada de esa manera. Es decir, este país desde el inicio del siglo XX, caminó por el sendero del sistema mayoritario, lo cual permitió fortalecer algunas de sus instituciones, pero teniendo como efecto secundario un decrecimiento en la cultura democrática. 

Es decir, se creó una amalgama muy singular entre el partido dominante y el gobierno, que costaba mucho trabajo entender por separado. Ese binomio se benefició de la mayoría parlamentaria hasta 1997.

En esas décadas, la Carta Magna sufrió cientos de modificaciones, se crearon instituciones, se vendieron empresas del Estado, se privatizaron los bancos, se hizo pública la deuda de los particulares (FOBAPROA), se aumentó el IVA del 10 al 15%, se desaforó a un contrincante político, se disolvió la Suprema Corte de Justicia de la Nación a través de un decreto presidencial, en fin.

Esa supremacía del PRI – gobierno, ejerció su poder y lo hizo sin recato, sin medida y sin dudar. Por supuesto que hubo una recia oposición que señaló los excesos, pero en términos prácticos nada pudo con la aplanadora del régimen.

Ahora ocurre algo similar en la forma con la mayoría de Morena. Se quiere, según su propia perspectiva, jugar con las mismas reglas que tienen su razón de ser en el mandato popular. Es decir, la legitimidad ganada en las urnas avala una avalancha de temas, iniciativas y cambios que se han impulsado en tiempo récord. 

¿Cuál es la diferencia de fondo? Que el viejo sistema priísta no jugó limpio en su última etapa de supremacía. De todos, era sabido que ese partido alteraba resultados electorales y cometía fraudes de tamaño descomunal con tal de mantener el poder.

En cambio, los partidarios de la transformación, han participado con un escrutinio más sofisticado. Han aprendido a participar con lo mejor y también con lo peor del sistema electoral. Aprendieron (a golpe de fracasos), a como construir mayorías a través de las coaliciones electorales, a como no ceder los espacios de decisión, a como legislar para que la oposición no tenga ningún margen de maniobra, entre otros menesteres.

Pero más allá de eso, Morena ahora gobierna a una sociedad más compleja, que ha desarrollado valores democráticos, que ya no se acuerda de las viejas prácticas del PRI, que desea ver nuevos y más frescos debates sobre la cosa pública.

Sin embargo, más allá de generar condiciones de gobernanza, lo que hace el ahora partido mayoritario es utilizar su hegemonía en beneficio de sus fundamentos ideológicos ¿Eso está bien? El político práctico diría que es válido y que así funciona las cosas, pero el dogmático diría que vale la pena modificar las formas y el fondo de la situación.

Lo cierto es que casi todo ha cambiado en México, en torno a la forma de gobernar. Pero mientras no cambie la cultura cívica, estará muy complicado hacer transformaciones de fondo. Está muy bien el pragmatismo, pero valdría la pena pensar también en el legado de buenas prácticas con el ejercicio del poder.

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