En la década de los noventa las adecuaciones al marco normativo electoral, se dieron como cascada. En primer lugar, se creó un organismo dedicado a la organización de los comicios fuera del aparato gubernamental.

Es decir, una institución que contara con la legitimidad suficiente para ser el árbitro de las elecciones. Aquel ejercicio inicial contaba con la tutela del secretario de gobernación, quien con otros consejeros fueron la máxima autoridad en la materia.

Al cabo de unos meses se optó por sacar definitivamente la mano del gobierno. Y quedó conformado un Instituto Federal Electoral (IFE), autónomo que garantizaba –en teoría– la imparcialidad suficiente para dejar atrás la desconfianza en los resultados comiciales.

A partir de ese momento, el órgano electoral ha sufrido una larga serie de adecuaciones. Se introdujeron en su marco de competencia la regulación del financiamiento a los partidos políticos, los tiempos de radio y televisión, las condiciones de competencia en las campañas, en fin.

Una maraña de conceptos y preceptos quedaron contemplados en un órgano que cumplió a cabalidad con la encomienda final, dar certeza a los competidores de tener bases de equidad e igualdad.

Sin embargo, y como ocurre con cualquier ley, las condiciones sociales y sobre todo políticas han cambiado al paso del tiempo. Y a base de un ejercicio empírico (prueba y error), se hicieron otras modificaciones a lo que se tenía ya probado.

En este sentido se introdujo un criterio paritario en las candidaturas, se prohibieron las campañas negativas, se incluyeron espacios para los candidatos independientes, se regularon los tiempos de las precampañas y se hicieron más robustas las multas por incumplir algún punto de los antes citados.

Es decir, entre 1990 y bien iniciados los 2000, la norma, estructura orgánica y los tribunales electorales se adecuaron a las nuevas condiciones de competencia. En una palabra, se dispuso de la experiencia para mantener un órgano electoral que empatara con los reclamos de la ciudadanía y de los partidos políticos.

Cabe señalar, que estos ajustes se realizaron en dos pistas. Por un lado, la sociedad civil organizada reclamó mayores espacios de participación e imparcialidad de las autoridades electorales; y por otro, el gobierno permitió la competencia, pero nunca dejó de tener el control.

Es ahí donde se encuentra el punto fino. El régimen al darse cuenta que el sistema de partido único era impresentable para los nuevos tiempos, trató de maquillar la situación con un escenario donde fue cediendo poco a poco el poder.

Aquel estiramiento, sin embargo, fue rebasado por la realidad. Aquella que sin distingo fue poniendo a cada quien en su lugar. De esta manera, el PRI fue perdiendo gradualmente su margen de maniobra hasta caer en algo impensable. Hoy gobierna dos estados del país.

Ante tal panorama, los que antes dominaban la esfera electoral traen un discurso que resulta muy engañoso. Pregonan con ahínco que el INE no se toca. Es decir, que las instancias electorales no deben estar al capricho del poder.

Cuestión que resulta muy paradójica porque en el pasado estas instituciones fueron rehenes del capricho de los gobernantes. No obstante, la metamorfosis que ahora les hace perder la memoria los conduce a sostener que las instituciones son entes eternos. Que no se pueden adaptar a las circunstancias. Y que de hacerlo estarían faltando a su esencia.

Lo anterior es una falacia. Los organismos públicos son entes que tienen vida propia, que deben de servir a los gobiernos y a los ciudadanos. No hay nada de malo en tocar al INE. Se debe de sacar de su manto sagrado para hacerlo compatible con la realidad política nacional.

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