El fallecimiento del Papa Francisco el pasado lunes, acaparó la parrilla informativa en todo el mundo. Este lamentable acontecimiento, tiene múltiples aristas en cuanto a sus implicaciones religiosas; pero quizá, la que genera más expectativa es quien será el sucesor del primer prelado latinoamericano.
En ese sentido, llama poderosamente la atención el método que se utiliza para designar al nuevo portador del anillo del pescador. Esa transición de mandato, es desde tiempos memorables, un episodio digno de analizar.
Empecemos por decir que la Iglesia Católica es la institución más longeva del mundo. Antes de que tuviéramos una forma de Estado, la iglesia ya poseía una estructura de organización política. Es cierto que sus decisiones son verticales y obedecen intereses de un grupo muy compacto. Pero más allá de sus defectos o virtudes, esas prácticas han sido replicadas por algunos modelos políticos, incluso por la democracia.
Al fallecer un Papa, el protocolo ordena convocar a los cardenales para que en cónclave decidan al nuevo representante de la iglesia católica en el mundo. Ese método que suena sencillo, no lo es tanto porque se agrupan religiosos con distintas vocaciones. Los hay conservadores, liberales y moderados; por citar los grupos más visibles. Pero también existen ultras o reaccionarios, que buscan escalar a la cúspide del Vaticano. Esos intereses suelen ser tan variados, que lo que ocurre en el encierro es secreto.
Esos grandes electores tienen aquellos matices que se replican en todas las democracias modernas. Cada cardenal (ciudadano), representa un voto y aquel sufragio es secreto e intransferible. Lo que resulta atractivo, es que los religiosos solo pueden concluir este ejercicio con un acuerdo mayoritario. Otra de las bases del sistema democrático donde la mayoría hace gobierno.
Por tanto, los acuerdos son claves. Lo que pasa al interior no es revelado, pero cualquiera se imagina que se hace política real. Es decir, hay negociación, rompimiento, intereses, cuotas, etc. Pero lo que se muestra al mundo, es consenso una vez que se elige al pontífice.
Vale la pena decir que mientras dura este ejercicio, los cardenales están incomunicados. Nada de lo exterior puede afectar su decisión (al menos eso se piensa). Y bajo este esquema, concentran toda su atención en el tema que les ocupa.
Una vez que llega el momento, se anuncia de forma muy elocuente al nuevo Papa esparciendo humo blanco en una chimenea. Esa señal es festejada por los fieles que se reúnen en la plaza de San Pedro. Al cabo de unos minutos, se hace formalmente la presentación del recién electo en el balcón principal.
Esa ceremonia mantiene la atención del mundo por su protocolo, sus elementos visuales, la incertidumbre que genera el cónclave, las batallas internas que se gestan en secreto, en fin. Lo cierto es que pocos podemos abducirnos de toda esta parafernalia.
Creyentes o no, resulta muy atractivo ver como la Iglesia Católica, aún mantiene la atención de millones de personas en estos protocolos llenos de significado. A pesar de todos sus siglos de existencia, esa institución se mantiene dominante en la fe de muchas personas.