El pasado 08 de marzo nuevamente salieron a marchar miles de mujeres agraviadas por las complejas circunstancias que prevalecen en una sociedad, como la nuestra. Son muy conocidos los motivos que llevan a muchas de ellas a reclamar, gritar, pintar, vandalizar.
No obstante, en el fondo se mantienen algunos patrones que difícilmente podrán erradicarse. Por ejemplo, en la CDMX donde se dio la concentración más numerosa, se presentó una situación que retrata a plenitud nuestras carencias.
Ahí, un grupo radical pretendió derrumbar las murallas metálicas que protegían el Palacio Nacional. Su esfuerzo podría calificarse como vano, pero en su empeño, una de ellas alcanzó a subir aquella aduana para lanzar objetos a la policía que estaba detrás del muro referido.
Acto seguido, un elemento del orden alcanzó a contener el rudimentario ataque, con un simple empujón para que la mujer perdiera el equilibrio y regresara a su posición inicial. Esa escena no tendría nada de raro. Incluso, a juzgar por la imagen, no existió una violencia desmedida.
Pero, la reacción de las manifestantes llama mucho la atención. A la policía le gritaron distintos improperios, entre los que destacó el de puta, puta, puta. Esa ofensa la repitieron en varias ocasiones.
La traducción no es sencilla. A una mujer policía que pretende poner orden, la etiquetan con un calificativo propio del machismo más recalcitrante. Es decir, las que dicen defender la igualdad, la equidad, las que se quejan (con sobradas razones) de ser cosificadas, son las primeras que utilizan ese lenguaje para ofender.
Es cierto que ningún movimiento social es puro y que dentro de un contexto donde reina el desorden todo es válido. Sin embargo, hay acciones (o reacciones) que nos deben de conducir a una profunda reflexión.
Quizá, muchas de las participantes no son capaces de profundizar sobre el uso del lenguaje y su entusiasmo se limita, a un reclamo (muy válido) de insatisfacción. Como es sabido, hay cosas que se mantienen intactas en la psique de las personas.
Salvo esta cuestión de detalle en donde todas y todos estamos obligados a cambiar, lo que queda es una congregación de amplias magnitudes que puede convocar a miles de mujeres, en un mosaico pocas veces visto.
Acuden al llamado un coctel (cada vez más variado) de mujeres. De esta manera, estudiantes, amas de casa, profesionistas, adolescentes, incluso niñas, forman parte de este movimiento que es capaz de mover montañas.
Su fuerza es incuestionable, aunque su proceder deja ciertas dudas. Todavía es recurrente el destrozo a ciertos inmuebles de carácter histórico. En lo particular, en la ciudad de Pachuca se presentaron pintas al “cuartel del arte”, lugar emblemático del centro de la capital hidalguense que alberga diversas expresiones artísticas.
De tal suerte que estamos frente de un movimiento legítimo por las causas que enarbola, pero con algunos excesos que dan pauta a las etiquetas fáciles: el bloque negro, las vándalas, las que destrozan, las inadaptadas.
Cuando se presentan estos dilemas, vale la pena acudir a las mentes brillantes. Por eso, hay que recordar lo que decía Eduardo Galeano, cuando invocaba el “derecho al delirio”. El autor uruguayo recomendaba: qué tal si deliramos por un ratito, que tal si clavamos los ojos más allá de la infamia para adivinar otro mundo posible. El aire estará limpio de todo veneno que no provenga de los miedos humanos y de las humanas pasiones.
Valdría la pena invocar al delirio y llamar a las participantes a no vandalizar nada, a no pintar nada, a no destrozar nada. Quizá con ello, la concentración de los medios se dirija a las verdaderas causas que motivaron esta violencia inaudita en contra de las mujeres.