“Yo siempre voto porque quiero una vida mejor, pero siempre es lo mismo”, es lo que me cuenta Alicia y vendedora ambulante en un tianguis. A su alrededor las otras comerciantes le acompañan en la queja: “todas y todos los políticos son iguales, todo sigue igual”.
Su testimonio es doloroso reflejo de quienes viven en pobreza en Hidalgo y que sienten que su voz nunca es escuchada, que los partidos no hablan de sus problemas ni tienen un acercamiento real a sus preocupaciones.
Y entonces, si ningún discurso político se ocupa de sus dificultades para conseguir un empleo, de la inseguridad de sus colonias, de la falta de drenaje ¿para qué votar? ¿para qué acudir a una fiesta donde nunca han sido invitados?
Los analistas dirían que es “desafección”, esa sensación globalizada que afecta a todas las democracias del mundo, pero va más allá porque las personas que viven en contextos de pobreza y que se decepcionan de la política, pueden llegar a una ruptura definitiva, a una abstención permanente… y esos votos no vuelven nunca. Entonces la desigualdad política se perpetúa y agrava todavía más la económica y si nadie va a votar, y no se exigen cuentas, las y los políticos tienen menos incentivos para escucharlos y el círculo se retroalimenta
Por esa razón en EE.UU., existen movimientos dedicados a promover el voto en las comunidades más pobres. Pero acá ni las instituciones ni los partidos, lo consideran un asunto de importancia ni se habla de cómo incorporar a las y los más necesitados a la discusión pública.
Sería deseable hacer programas de incidencia electoral, obligar a los partidos a invertir parte de sus prerrogativas a difundir información en las comunidades marginadas, pero siempre es más fácil comprar votos, entregar playeras, baberos y falsas promesas.
Abstenerse es una decisión ciudadana libre, pero si ésta se estanca en determinados grupos tiene consecuencias. Quien no vota, no cuenta. Y las y los más vulnerables cada vez cuentan menos