No hay cosa más hermosa que inspire mi día a día, que los perritos. Si por la calle voy y logro ver alguno, instantáneamente sonrío. A veces cuando los tengo cerca los acaricio, y está de más el decir que soy ese tipo de persona, que anda cargando croquetas por si acaso puedo alimentarlos. ¡Realmente los perros son mis mascotas favoritas!
En México, tenemos muchos perros artesanales, o así los considero yo, porque son únicos e inigualables. A decir verdad, son los “perros mestizos” que son el resultado de una mezcla de razas, básicamente de mascotas abandonadas, que merodean las calles. Y si estuviera en mis posibilidades, los adoptaría a todos, porque la situación en nuestro país es lamentable en comparación con el trato y los cuidados que se les brindan a las mascotas de un país del primer mundo como lo es Francia.
Evidentemente, también hay muchos hogares que disfrutan de la compañía de mascotas con pedigree, aquella constancia que caracteriza la ascendencia biológica del perro y confirma su pureza sanguínea.
En cualquier caso, si son de una o de otra raza, los perros nos roban el corazón con su cariño y compañía. Y como esta columna se trata principalmente del intercambio cultural y de mis experiencias viviendo en Francia, hoy aprovecharé el tema de estas criaturas de cuatro patas y les contaré de uno de mis amores: “Pepito”.
Para empezar, la mayoría de los parisinos prefieren como mascota a gatos, posiblemente porque su cuidado es menos exigente y porque son silenciosos y autónomos. Los gatos se adaptan fácilmente a la ciudad y no necesitan paseos diarios.
Por lo tanto, considero que la gente que tiene perros, está de verdad comprometida en su cuidado. De hecho, pude ver a muchos perros en París, casi siempre en parques cuando los paseaban o entrenaban y de vez en cuando, mientras me sentaba a leer o a contemplar los edificios de la ciudad, tenía la suerte de que se acercara alguno junto a mis piernas y lo acariciaba.
La primera vez que conviví realmente con un perro fue con “Ollie”, la perrita de Liz y Pierre, y el segundo fue “Pepito”.
“Pepito” es el border collie de mis amigos Erik y Camille. La primera vez que lo vi fue una noche de diciembre cuando Cami lo llevaba en brazos y visitó “Itacate”. Recuerdo su nariz color rosa en forma de corazón, su pelaje blanco con negro y sus ojos brillosos en una mezcla de miedo y curiosidad.
Llegó a nuestras vidas, y me incluyo porque soy la madrina, para llenarnos de simpáticas aventuras. La primera fue al escoger su nombre, porque justo en el restaurante preparábamos “un pepito”, que es un tipo sándwich con arrachera y guacamole, uno de los platillos más pedidos del lugar y que a mis amigos les encantaba.
Y honestamente no sé si por eso se le quedó el nombre o sencillamente porque era un afecto hacia lo mexicano, de todas maneras cuando decía su nombre me daba hambre.
La segunda gran aventura fue el roadtrip hacia el norte de Francia, dónde visitamos la abadía gótica de Saint-Michel. “Pepito” se robaba todas las miradas tanto que las personas en vez de poner atención al guía de turistas, se acercaban para poder acariciarlo.
Y meses después, en las vacaciones de mis amigos, “Pepito” se quedó con nosotras en la ciudad y todo fue divertido. Cuando yo trabajaba, Sabri lo sacaba a pasear y ambas jugábamos mucho con él. Salíamos a dar la vuelta por el vecindario y gracias a él, las personas se acercaban y así practicábamos nuestro francés.
La gran aventura fue cuando mis amigos me invitaron con ellos a Saint-Gratien, porque ahí pude estar junto a “Pepito” todo el día, todos los días. Se volvió parte de mi familia y mi acompañante de paseo. Salíamos a dar la vuelta en el jardín, alrededor del lago y a comer helado. Y como las aventuras son muchas, esta historia aún no termina, los dejo con un poco de intriga, para la siguiente semana que vendrá lo mejor

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