México es el segundo país de América Latina y el Caribe, con mayor prevalencia de trabajo infantil. Un total de 2 millones 217 mil 648 niños, niñas y adolescentes trabajan, lo que equivale a un 7.5% de la población infantil del país.
La mitad de ellos no reciben remuneración por su trabajo en el sector agrícola, ganadero o forestal, mientras que una tercera parte de de ellos no asisten a la escuela.
Estas cifras son las historias de las niñas que abandonan a sus familias, tras la promesa de una vida mejor y que son acogidas como empleadas domésticas o de todos aquellos niños que trabajan como cargadores, ayudantes o vendedores ambulantes en las zonas urbanas.
Historias de quienes dejan de estudiar, sufren deformaciones o dejan de crecer por las duras condiciones en las que viven diariamente y que por la falta de información o el abuso están en riesgo de acelerar el inicio de su vida sexual (con el consecuente riesgo sobre las enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados), el consumo de drogas y la trasgresión de las leyes.
Desafortunadamente el trabajo infantil es una “estrategia de sobreviviencia” de millones de familias, frente a la precarización ecónomica, que nos permite ejemplificar cómo la presencia de mecanismos de transmisión-reproducción-movilidad intergeneracional de la desigualdad, determinan el destino de las personas.
Una niña o un niño que nace en una localidad urbana, con determinado tono de piel y con una pobreza del hogar de origen, tiene más posibilidades que quien no nace con estas desventaja.
Por tanto, es fundamental que la determinación de políticas públicas para erradicar el trabajo infantil así como la definición de estrategias de detección, protocolos de intervención y restitución de derechos.
Seguir viendo a niñas y niños vendiendo dulces, limpiando parabrisas, haciendo malabares en los semáforos, boleando zapatos en los tianguis y mercados, o trabajando en actividades agrícolas o en el pastoreo del ganado, es desigualdad
