Esta semana rindió protesta el presidente número 46 de Estados Unidos, Joe Biden. Como es costumbre en aquella nación, el protocolo se acerca a lo majestuoso. Elementos simbólicos por todos lados, banderas, guardias nacionales, invitados especiales, ropas coloridas.
Y aunque con frecuencia los reflectores apuntan a un solo hombre, no deja de sorprender la presencia de la primera mujer vicepresidenta, la ausencia del presidente Trump y un coctel racial más cercano a la realidad de aquel país conformado por millones de migrantes negros, latinos, asiáticos, entre otros.
La ceremonia cumple con su cometido formal (el traspaso de poder), pero también manda otros mensajes. Todos portan cubrebocas, todos hablan de un nuevo comienzo, todos apuntan la mirada al horizonte asintiendo con la cabeza cuando se menciona en el discurso la nueva directriz: unidad, democracia, decencia.
Hay buenas señales con este cambio político en Norteamérica. Es cierto que la administración pasada podría ser vista como un capítulo obscuro, pero al cabo de cuatro años los encuentros fueron más significativos que los desencuentros.
El presidente Trump se basó en la amenaza, en el amague por redes sociales, bravuconería descontrolada sin acción ni aplicación. Hombre de negocios acostumbrado a debilitar al adversario hasta que no pueda más. Su política una señal de alarma para cualquier democracia.
Ahora, con un nuevo huésped en la Casa Blanca, hay motivos para pensar que las cosas cambiarán, pero los vientos no corren a nuestro favor. El proceso de descomposición social, político y económico de la nación más rica del mundo, exige medidas urgentes. Por tanto, no hay tiempo para voltear a ver a México. Los asuntos domésticos resultan prioritarios.
Quizá por lo anterior, en México parece reinar la mesura. Al contrario de hace cuatro años, cuando se respiraba incertidumbre por el arribo del empresario constructor, que basó su campaña en el odio hacia los migrantes mexicanos.
El destino de esa nación parece vacilante si se analizan los últimos cuatro años de gobierno de Estados Unidos. Los expertos aseguran que se debe de tomar como ejemplo para todo aquello que puede producir, una derivación de la democracia convertida en populismo de derecha.
No hay de qué preocuparse dicen otros, aludiendo a la fortaleza institucional de México y a su recién estrenado músculo ciudadano capaz de poner o quitar gobernantes a través del voto. Lección que llegó tarde pero que parece, llegó para quedarse.
México debe estar seguro de que se aproxima un escenario más halagador y sin tanta estridencia en la relación bilateral con Estados Unidos. Todo parece indicar que viene un periodo, en donde todas las naciones hagan un corte de caja después de padecer una pandemia que deja miles de muertos, profundas cicatrices, boquetes económicos y huellas imborrables.
En esta necesaria tregua, los países estarán concentrados en lo doméstico antes que en lo extranjero. Para nosotros en particular esto representa una aparente calma. Quizá reflejada en una frontera más controlada, menos militarizada, con la construcción del muro suspendida (por falta de recursos) y con menos acoso por parte del gobierno norteamericano.
Esta etapa parece sostenida con el respeto entre dos naciones que tiene que aprender a convivir en el plano económico, político y social. Porque cada cuatro años se construye la relación bilateral respecto a las filias y fobias de los gobernantes en turno.
@2010_enrique