No hay placer más exquisito que aquel que se disfruta por los labios, en especial una palabra, una sonrisa, un sorbo y por supuesto un beso.
En un enfoque romántico podríamos desarrollar mucho el tema. Sin embargo, en esta ocasión se relaciona con café; pero no cualquier taza de café, ahora va la historia…
Con los cambios de clima que tuvimos los días pasados después de casi tres semanas de la entrada del invierno, es hasta ahora cuando en mis jornadas de ejercicio matutino percibí realmente el frío.
“El ejercicio es mi terapia”, y disfrutar de las áreas naturales de mis alrededores complementa mis días, despeja mi mente y me ayuda a encontrar algunas veces el punto de inspiración. De esta manera, la brisa, los rayos de sol y los paisajes con neblina son la recompensa.
Por lo cual, de tiempo en tiempo, se antoja algo “calientito” para tomar. Y aunque los nuevos contagios no cesan y las mascarillas siguen siendo indispensables en nuestros días, continuar con las medidas sanitarias correctas aún nos permite apoyar a los comercios locales y así disfrutar de un ponche, un atole o una buena taza de café.
En principio, la ideología de saciar nuestros antojos va más allá de una costumbre. En este sentido, se ve influenciada ciertamente por el clima. Tal fue el caso, que la semana pasada tras el deseo de una promesa pendiente y el viento helado que acompañaba la noche, en vez de cenar pastes tomé solamente un par de tazas de café.
Fue café de olla, uno de mis favoritos y a estas alturas han deducido ya mi desliz, pues con una plática tan agradable me olvidé completamente de la hora y aunque el frío desapareció y mi encantador acompañante sonrío, fue la hiperactividad la que ganó.
Ahora bien, yo soy amante de las infusiones y el té, pero algunos días disfruto del café. Recuerdo que cuando estudiaba la Universidad en Pachuca, salía de vez en cuando con un colega a charlar y degustar café. El macchiato era mi favorito.
Más tarde, el amor por el café crecería a mi llegada a Paris. Aún recuerdo mi primer salida, fue con Jorge, cuando aún trabajábamos juntos en el restaurante y me llevó a una cafetería a unas calles de la Catedral de Notre-Dame. Me explicó un poco de los precios, el servicio y comprendí, en esa pequeña mesa circular en la terraza principal, el amor al café, al tiempo libre y por supuesto a la vie parisienne.
Más adelante, kilómetros al este de Francia, deguste uno de los cafés más ricos de mi vida. Fue durante mis vacaciones de invierno por Eslovenia, un país pequeño que nunca estuvo en mi lista a visitar, pero del cual conservo los mejores recuerdos.
Este café fue hecho en casa, un espresso acompañado de un trozo de chocolate negro. Suena simple, pero el sabor es sumamente increíble. Fue la madre de mi amigo Jure quien lo preparó y quien nos explicó cómo disfrutarlo: un trago de café y enseguida una mordida de chocolate. El primer sorbo fue en la cocina de la casa con una reacción de perplejidad. ¡Delicioso! El resto de la taza la disfrutamos arriba en la terraza, con el frío en las manos y los rayos del sol en el rostro, mirando hacia el lago del jardín.
Ese café lo disfruté de sobremanera, tanto como todas mis vacaciones aunadas al entorno y la compañía.
Posteriormente, de regreso en la capital francesa, un día durante mis clases de francés me pidieron describirme en mi vejez y yo inconscientemente respondí: “estaré en casa, en una pequeña cabaña a las afueras de la ciudad, rodeada de árboles y plantas. Estaré en mi hermosa terraza, contemplando los colores del cielo y tomando café”… tal cual aquel día en mi reino: Eslovenia