En el marco de los nuevos tiempos, los actores políticos han erradicado algunas de las prácticas que antes eran costumbre. Una de ellas, la designación del sucesor en la silla presidencial, lo que coloquialmente se le conocía como “el dedazo”.
Aquella forma práctica pero antidemocrática, se acentuó en el régimen priísta. Ahora, sin embargo, hasta los propios integrantes de aquel partido quisieron extirpar (o al menos aparentar) que ese vicio se había terminado.
Hay que recordar que desde la etapa posrevolucionaria, el régimen hizo suyas algunas formas que se mantuvieron por años. Una de ellas era que el presidente en turno elegía a su sucesor sin ningún rubor ni pena.
Era algo normalizado y propio de la continuidad institucional. Se pensaba – al menos eso se puede deducir – que el mandatario concluyendo su responsabilidad sabía perfectamente quién era el personaje conducente para seguir en el rumbo correcto.
Aquello funcionó bien mientras la ciudadanía no alcanzaba altos grados de especialización y participación en los asuntos públicos. No obstante, con el paso del tiempo se alcanzó una madurez democrática que exigía que aquellos procedimientos se hicieran de otra manera.
Fue a la conclusión del sexenio de Miguel de la Madrid, cuando públicamente se presentaron a los medios algunos aspirantes a la silla del águila. Entre ellos, y por cierto, el que menos contaba con la gracia de los sectores del PRI, era Carlos Salinas de Gortari.
Aquel joven estudiado en el extranjero, contó con la gracia presidencial que lo llevó a la candidatura sin el apoyo de las bases tradicionales del régimen. Lo que ocurrió después, fue que el sistema tuvo que realizar un fraude electoral para mantener el poder.
Desde aquella vez, se empezó a cuestionar en los círculos del poder los métodos para elegir al sucesor del presidente. Aquella disertación solo se realizaba en la cúpula priísta porque ellos habían mantenido el poder desde principios de siglo.
Sin embargo, México conoció la alternancia en el año 2000 y después la llegada de un movimiento de izquierda de la mano con López Obrador en el 2018.
Estos aires democráticos han traído como consecuencia que muchas de las formas de antaño se vayan diluyendo, por ejemplo, aquella donde el presidente en turno decidía al candidato de su partido.
Muestra de ello es lo que ocurrió recientemente con las designaciones de Claudia Sheinbaum y Xóchilt Gálvez. Las dos mujeres que competirán a la presidencia y que recientemente acaban de ganar procesos internos en sus partidos.
Muchos de los lectores seguramente dirán que hay grandes electores. Manos invisibles (y otras muy visibles) que mueven los hilos de la opinión pública y de otros procesos para que las candidatas que ahora fueron electas hayan resultado ganadoras al interior de sus institutos políticos.
Aquello puede tener algo de razón. Incluso diría más. Sería ingenio pensar que un presidente en funciones, no tenga poder de decisión en la asignación del candidato a la presidencia. Pero lo que es un hecho, es que aquellas formas del dedazo parecen caducas socialmente.
Ahora, nadie se atrevería a realizar si quiera, un intento de candidatura por unanimidad de todos los sectores sociales. Los tiempos mandatan otra cosa y poco a poco, vamos entrando a un escenario de competencia abierta en estos procesos que son de interés de todos los ciudadanos.